Muerto Patroclo, solo una vez más tu corazón latió
para amar, pero el eco llegó demasiado tarde a tus oídos y
esas manos tuyas, sucias de venganza, trastocaron el tiempo. Venció la ira
sobre todas las cosas: Héctor profanado sin compasión en la arena
ante la mirada rota de Hécuba y Pentesilea, bella entre las bellas, muerta
a tus pies. Arrebatada su vida por esa espada tuya que no conoce
la misericordia. El perdón tampoco. Solo un horizonte de rencor
para satisfacer tu anhelo. Tal vez entonces conociste con qué
ropajes se viste la culpa. Tal vez entonces supiste del color de la soledad
cuando no queda lugar para la expiación del pecado. La redención
que no es refugio protector sino dolor agudo invadiendo todos los rincones
de tu cuerpo como una carcoma que va a habitarlo eternamente. Pero es
el precio que pagaste por la inmortalidad en el Elíseo anunciada
por el oráculo: la vida en la quietud y en la sonrisa o la gloria
enjuagada en la sangre de los otros. Elegiste la muerte y la fama.
Ahora, pues, dispón la partida hacia el Tártaro. Desnudo. No te hará
falta el equipaje ni la armadura de oro esculpida por los dioses
en el lugar en que Hermes te espera. Esa será tu morada
para la eternidad. Deja caer tus brazos. Afloja su fuerza
porque ya no son merecedores de memoria sino
hacedores de muerte. Preferirás entonces
ser bracero y siervo de cualquiera que reinar sobre los muertos extinguidos