Aquiles

© Santiago Torralba

Muerto Patroclo, solo una vez más tu corazón latió

para amar, pero el eco llegó demasiado tarde a tus oídos y

esas manos tuyas, sucias de venganza, trastocaron el tiempo. Venció la ira

sobre todas las cosas: Héctor profanado sin compasión en la arena

ante la mirada rota de Hécuba y Pentesilea, bella entre las bellas, muerta

a tus pies. Arrebatada su vida por esa espada tuya que no conoce

la misericordia. El perdón tampoco. Solo un horizonte de rencor

para satisfacer tu anhelo. Tal vez entonces conociste con qué

ropajes se viste la culpa. Tal vez entonces supiste del color de la soledad

cuando no queda lugar para la expiación del pecado. La redención

que no es refugio protector sino dolor agudo invadiendo todos los rincones

de tu cuerpo como una carcoma que va a habitarlo eternamente. Pero es

el precio que pagaste por la inmortalidad en el Elíseo anunciada

por el oráculo: la vida en la quietud y en la sonrisa o la gloria

enjuagada en la sangre de los otros. Elegiste la muerte y la fama.

Ahora, pues, dispón la partida hacia el Tártaro. Desnudo. No te hará

falta el equipaje ni la armadura de oro esculpida por los dioses

en el lugar en que Hermes te espera. Esa será tu morada

 para la eternidad. Deja caer tus brazos. Afloja su fuerza

porque ya no son merecedores de memoria sino

hacedores de muerte. Preferirás entonces

ser bracero y siervo de cualquiera que reinar sobre los muertos extinguidos

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