Ella – Probablemente, después de tanto tiempo no te acuerdes de mí.
Él – (…) Aunque no lo creas, casi todos los días lo hago.
Ella – (…)
Él – Eres como un eco que va y que viene constante. Emerge de cualquier lugar inesperado y se queda.
Me hace compañía un tiempo y luego se desvanece para volver a renacer por sorpresa
Ella – (…) No esperaba una respuesta como esa.
Él – Tampoco yo esperaba escuchar tu voz una vez más.
Ella – (…)
Él – (…)
Ella – Estoy cerca de ti. Pensé que tal vez quisieras que nos encontráramos.
Él – Es demasiado tarde. No es bueno que los fantasmas tomen forma.
Ella – ¿Yo soy un fantasma?
Él – Algo parecido a eso. Ni siquiera quisiste que te reconociera por un nombre. Por eso creaste el fantasma que me fue habitando. Ahora, un poco, forma parte de mí.
Ella – ¿Entonces? (…)
Él – (…)
Ella – ¿Tienes miedo?
Él – No lo sé, tal vez. (…) Seguramente.
Ella – El miedo es de cobardes.
Él – Tal vez yo sea un cobarde.
Ella – (…)
Él – (…) Seguiré pensándote.
Ella – Me hubiera gustado continuar lo que quedó pendiente tras aquel beso robado en un semáforo.
El – Era la noche de san Juan y sólo en esa noche pueden pasar cosas extraordinarias.
Ella – (…) y esta no es la noche de san Juan.
Él – No. Sólo es una noche más.
Ella – ¿Adiós entonces?
Él – Sí. cuídate. Ya sabes que en mi tiempo hay un hueco para ti.
Debo confesar que cada vez soy más reticente a la hora de comprar novedades editoriales habida cuenta de que muchas de ellas son un mero producto con calidades más que dudosas. Pero sucede que las complicidades literarias tienen, a veces, ese componente mágico de azar que transcurre por agradables derroteros. Eso fue lo que pasó con La lluvia inglesa de Ana Muela Pareja de la que Olga Muñoz me habló una tarde en la Feria del Libro de Cuenca. Luego, como siempre, dejar que las primeras palabras ejerzan (o no) de imán necesario y disponerse a comenzar una nueva aventura (porque cada libro lo es).
Hay dos componentes en La lluvia inglesa que hicieron posible (y fácil) la lectura casi de corrido: de un lado la contradicción y por otra el color de la ausencia, ingredientes que bien usados, como es el caso, se comportan como un cóctel explosivo.
Contradicción porque sentir simpatía por una mujer que maltrata a su padre que vegeta en una silla de ruedas y lucha para conseguir a toda costa una herencia considerable, no es del todo normal y crea sentimientos encontrados. Se suceden episodios inmersos en lo cruel, que rozan lo perverso: «Me doy cuenta cuando tiene sed, me doy cuenta cuando tiene frío, me doy cuenta cuando está incómodo. Quiero que sepa que lo sé y que no hago nada por aliviarlo». Más tarde «Después lo acuesto, subo a la cama con las botas de agua aún calzadas, me coloco a horcajadas sobre él y orino». A pesar de todo, y aunque la razón se resiste, esa mujer se vuelve cercana en el borde de las páginas. Un deseo por saber más de ella y de su vida. Apenas un pequeño resquicio de amor en el párrafo final (porque es de esas novelas que necesitan de la lectura hasta la última palabra). Tal vez es, en realidad, una puerta abierta. Traspasarla hacia la esperanza o permanecer en la zozobra queda, como siempre para que el lector decida.
También el color de la ausencia y del desasosiego son los protagonistas latentes. Ausencia del hermano débil, maltratado y muerto joven. Ausencia de un marido que aparece huido a la búsqueda del océano Pacífico. Desgarros ambos que no acaban de desprenderse y que acompañan la travesía. También la ausencia de un amor paterno que se reclama y que de alguna manera se añora porque nunca existió.
Entretanto, una relación fría con un personaje gris como es Christopher el dependiente de una ferretería y también con John, el médico que cuidaba a su padre y que se acerca a su vida tan sólo para ser partícipe de la herencia. La consecuencia es un embarazo sin que llegue a saberse quién es el padre: nueva ausencia.
Hablé del párrafo final, pero hay otros que bien pudieran haberlo sido: «Ya no lloro por Mateo ni por Ricardo, y tampoco puedo llorar por mi padre. Si llorara lo haría sólo por mí».
Camina en una perpetua espiral que no encuentra el final del trazo: cada vez más abierta y abarcando más absurdos. Se mira como guerrero vencido que busca refugio para escapar de la tormenta que en los últimos instantes de la tarde se deja caer sin clemencia. Todo aparece teñido de un gris que apelmaza y el aire y el ruido de la calle apenas si se dejan sentir emputecidos por un olor pestilente a despojo.
Habita el aire una extraña calma que le estremece.
Un presagio.
Puede ser la antesala de la muerte o el punto de partida hacia la vida.
Cualquier cosa.
Nadie sabe.
Demasiado empaste en los colores y un silencio transitando por las paredes del paisaje extraño que contempla. Una quietud misteriosa confina todo lo visible con un halo de sensaciones extranjeras.
Huir o firmar el desafío. Aceptar el reto de mirarse al espejo. Una contradicción que lo trastoca todo, una peonza que gira y gira sin llegar nunca a detenerse dejando que cualquier cercanía permanezca tan inmutable como incierta. Sin límites y sin confines; sin señales que indiquen cuál es la salida, si es que existe, de ese territorio que abrasa. El hilo de Ariadna que se enreda y se confunde entre los mil recovecos del laberinto en el que se esconde el minotauro.
Robert Walser murió en soledad, enterrado en la nieve cuando daba uno de sus paseos por los alrededores del sanatorio para enfermos mentales de Herisau en 1956 en donde había ingresado voluntariamente. Sus Microgramas, escritos a lápiz en una letra minúscula y casi indescifrable hablan de eso, de la desaparición, del vacío, del disolverse en sí mismo hasta ser nada. Tal vez por eso es un personaje que le despierta una fascinación especial. Lejos del permanecer, el olvido de la existencia misma. Más allá del triunfo, el abandono como abrigo y como sentido último de una vida metáfora de la incertidumbre
Desaparecer. Desaparecer. Hacerse cada vez más pequeño hasta ser nada.
Hacerse invisible al menos para no ser reconocido por la gente que pasa.
Hay muros que vistos desde la distancia son infranqueables. Cordilleras altas que a lo lejos esconden los desfiladeros seguros por los que franquearlas. Ríos profundos que parecen insalvables, hasta que se descubren los puentes un poco más allá de los meandros.
Pudiera parecer que una novela de 1002 páginas es lo más parecido a estos retos: un esfuerzo inútil, un tocho infumable, una pérdida de tiempo… y, tal vez, un poco de todo es la impresión que puede causar a primera vista la novela de Nino Haratischwili La octava vida, visto su tamaño y acostumbrados como estamos a tantas novedades literarias más ‘normales’ pero que, tantas veces, no son más que una sucesión de palabras aleatorias, productos envueltos en plástico sin apenas nada en su interior aunque se vendan enmarcados en fajas con frases llenas de artificio sobre llamativos colores.
Pero, como las grandes travesías necesarias (Odisea, Eneida, Comedia, Quijote) la cuestión es comenzar por la primera frase de la primera página, hacer una pequeña pausa y pararse a esperar qué pasa (si es que pasa). Entonces, llega la magia: las palabras actúan como un lazo que atrapa los sentidos y no permite un ápice de descuido hasta llegar a la última frase de esa página número 1002. Una especie de conjuro que hace que no se pueda, apenas, consentir un descanso porque a medida que transcurre el camino es más grande el magnetismo. También el deseo de seguir la ruta a la espera de nuevos encuentros. Entonces la inmensidad del tamaño se hace levedad y la mirada desea más.
Ha pasado un tiempo tras la lectura (obligadas son las estaciones para el deleite) y nada ya es igual porque el poso dejado ha marcado territorio en algún lugar indeterminado del cuerpo: algo nuevo ha pasado a formar parte de uno mismo. Tal vez invisible, inasible, pero cierto. Es el poder inverosímil que tienen algunos libros.
Cien años en una familia georgiana construidos a base de amores y desamores, ideales y frustraciones, encuentros y desencuentros, vidas y muertes… con un final tan abierto que el capítulo VIII, el último, sólo contiene un nombre: Brilka. Luego, la página en blanco que hace del lector el cómplice necesario para continuar la travesía. Todo narrado con una exquisitez inaudita en estos tiempos que hace que, al llegar a esa página final, se sienta un poco de rabia porque todo se acaba. ¿O no se trata de un final sino de un nuevo principio?
La novela fue publicada en Alemania en 2014 y en España en 2018. Siento haberme perdido estos años desde su edición española.
Que los libros tienen vida propia es cosa bien sabida. Pueden permanecer medio escondidos en las estanterías durante tiempos ilimitados hasta que un día, sin saber por qué, recobran el aliento, arrancan un aullido desde las profundidades y reclaman su presencia. Unas veces lo hacen con insolencia, con urgencia; otras sencillamente por una necesidad de la que nada se sabe.
Algo parecido es lo que ha sucedido con la misteriosa Elena Ferrante (cuyo rostro nadie, excepto su editor, conoce) y su tetralogía napolitana. Leí su primera novela, La amiga estupenda nada más publicarse en España y he de reconocer que esa primera lectura me dejó frío volviendo pronto a ocupar su sitio en la biblioteca como tantos libros que nunca llegan a marcar su territorio. Pero claro, de pronto sucedió lo inevitable un capricho insondable movió no sé qué hilos para que esa existencia latente emergiera a la superficie y entonces sí: de las palabras surgieron los abrazos, los embrujos y la seducción que página a página iba conquistando las regiones más íntimas. Necesariamente llegaron las otras tres novelas que completan la tetralogía: Un mal nombre, Las deudas del cuerpo y La niña perdida.
Por eso he pasado diez días sumergido en las calles de Nápoles conviviendo con Linù, con Rino, con Pascuale, con Enzo… y con un sinfín de personajes que han ido haciéndose más presentes en cada párrafo hasta llegar a sentir olores y dolores. También ausencias. Pero sobre todo con Lila: la auténtica fascinación, el verdadero enamoramiento. Porque en realidad, aunque es Linù quien lo cuenta y es a través de su vida por donde respira el resto de personajes, todo gira en torno a esta mujer cautivadora que es capaz de absorber cualquier aliento. Lila: la mujer sobre la que recae el peso íntimo de las palabras, la que cimienta toda la trama y la existencia misma de la novela. Una mujer intensa con una presencia constante; en todos los lugares, en todos los acontecimientos, en todos los amores y, como no podía ser de otra manera, en todos los desamores. Unas veces de forma real, con palabras, y con gestos y otras desdibujada y en la sombra, pero extendiendo un manto de poder bajo el cual se construye cualquier acontecimiento. Sin Lila, Lenù, medio feminista, medio marxista, medio subversiva… no es nada.
Luego, claro está, más cosas, muchas, que van fluyendo y conformando un corpus repleto de intrigas, corruptelas y fracasos. Política, mafias, enredos, reivindicaciones, feminismos, machismos, maternidades, ausencias… que van adornando la absoluta presencia de Lila con momentos especialmente dolorosos como el estado de locura en el que queda sumida tras la desaparición de su hija. Porque ella es la que da cohesión a todo, la que sostiene todo, la que unifica todo y porque sin ella las palabras se derrumbarían por inconsistentes: un juego de farándula. Pero, precisamente esas son las armas de los grandes escritores: ser capaces de sacar de la nada una estructura firme por la que se asoman y crecen el resto de las cosas. Al fin y al cabo, una novela no es más que un inmenso mecanismo con capacidad de abducción en función de su engranaje. Es sólo eso y nada más que eso. Con su poder y su potestad de conquista.
El final es lo de menos. Con Kavafis, lo verdaderamente importante es el camino y haber convivido con Elena Ferrante, quien quiera se sea, se convirtió en una experiencia inolvidable.
En el hotel el ruido de la puerta al cerrarse hace las veces de claqueta que da paso a otra escena. Tal vez, incluso, a otra película. El hombre deja caer las maletas con indolencia al tiempo que la mujer lo arrastra hasta la cama. Lo empuja con una sonrisa cómplice mientras le dedica una mirada capaz de traspasar cualquier horizonte. Es el espejo que encierra todo el deseo posible como si fuera el único destino imaginable. Él se deja caer despacio abriendo los brazos al aire como si fuera un plano rodado a cámara lenta. Queda tendido esperando el momento de una redención que va a llegar de inmediato. Se deja hacer. Ella se ha puesto a horcajadas sobre él. Su sexo contra su sexo prisioneros aún de la ropa que a la vuelta de un instante será extranjera y de la que habrá que desprenderse como si fuera salir de una trinchera. Saben, consienten, anhelan. Ella acoge la cara del hombre con sus dos manos que quedan perfectamente acopladas a ese rostro tantas noches deseado y van acercando sus bocas hasta encontrar la otra que no es sino la tierra prometida tantas horas a la espera. Se entretiene en ella configurando los momentos y aprehendiéndolos para poder recordarlos luego. En las largas noches de ausencia no era así el guión que había construido para ese momento. Había soñado poseerlo deprisa, casi con violencia animal, sin tregua, si miramientos. Buscando una especie de victoria sin espacio para la ternura que quedaría a la espera para cuando llegara el reposo y el placer urgente ya se hubiera desbordado.
El hombre también la mira y en ese encuentro se produce un entendimiento vital que les lleva a saber que tras la inhóspita travesía de la distancia, arribaron por fin al oasis que tanto y tanto buscaron por los desiertos de sus vidas. Él le acaricia los pechos por encima de la ropa que a cada segundo se hace más innecesaria. Frontera para derribar (como todas). Piel y carne que se ofrecen libres en un signo más de rebeldía. En el plano secuencia no hay ya lugar para la pausa, desterrada definitivamente después de aquella noche antigua cercana al mar que quedó rota por incertidumbres calladamente compartidas.
Ahora ya están desnudos los cuerpos y se contemplan acariciando con parsimonia cada pliegue del otro. Hay complacencia. Se toman el tiempo necesario para que los minutos se detengan. Los relojes se hacen transparentes y dejan de existir. Se palpan, se besan, se recorren. Enredan sus lenguas. Investigan regiones húmedas tomando posesión de cada comarca explorada. No hay palabras, ocupados como están los labios en otros menesteres más inaplazables.
Más allá del cuerpo del otro, que es el propio, no hay nada. Sólo el vacío. Se entremezclan los sudores, los jadeos, los orgasmos, los placeres pendientes que cada uno recibe del otro como respiración necesaria. Todo lascivia. El sueño llega luego como una tregua pactada sin condiciones. No hay rendición más allá del sosiego necesario. Sólo algo que pudiera parecerse a una catarsis consentida que despertará con el nuevo amanecer que se va aproximando.
Se encontraron por azar. Uno de esos caprichos con los que de vez en cuando sobrecoge la vida a la vuelta de cualquier esquina de cualquier ciudad y que deja un regusto de color indefinido. También un trozo de turbación que penetra por el estómago y en un instante se adueña de todo el cuerpo. Casualidades insondables que acuden por sorpresa sin obedecer a ninguna llamada. Relámpagos inesperados en la calma de las tardes. Minúsculos fragmentos de tiempo necesarios para que todos los sentidos disponibles se pongan en alerta y en el despertar a la luz, el cuerpo confirme que no es un hueco abierto donde se coló la fantasía sino una porción de realidad.
– Cuánto tiempo-cómo te va-qué es de tu vida.
– Qué sorpresa-qué alegría-no me lo puedo creer-cuéntame cosas.
– Estás igual-que siempre.
– Tú también-por ti no pasa el tiempo-qué elegante.
– Qué haces por aquí-tienes tiempo para un café.
Se sostuvieron las miradas con una mezcla de rubor y desconcierto buscando en los ojos del otro lugares fronterizos que se habían ido enmascarando con el rigor del tiempo. No perdidos, pero tal vez escondidos en otros rostros o en otras palabras. Pátina densa dibujada en el centro geométrico de ese pequeño espacio recuperado con pequeños resquicios por los que penetraba la luz llegada desde algún lugar de la memoria. Fueron apenas unos segundos que se alargaron conformando una región dispuesta para albergar universos. Luego se les abalanzó de golpe toda una geografía de paisajes comunes que se habían quedado rezagados en los huecos de vida que dejan los letargos. Sin quererlo se vieron sometidos al recuerdo empujados por un impulso magnético que reconocieron al instante. Un despertar. Un idioma común construido por unas palabras propias. Por eso tal vez después de la sorpresa llegó un silencio apretado que no fue capaz de deshacerse en ese montón de preguntas que siempre estuvieron dando vueltas por sus entornos más íntimos. Tal vez callaban, también, por miedo a las respuestas.
– Siempre quedó algo pendiente, se atrevió por fin a decir en lo que tenía una parte de acto de rebeldía y de otra, un salto al precipicio.
Recorrió su mejilla lentamente con un dedo reconociendo un tacto que formaba parte de su propia piel. Acercaron sus bocas y en ese roce epidérmico de labios, en la humedad de las lenguas, encontraron el sabor dormido que había estado poseyéndolos durante tanto tiempo, durante tantas vidas. Lo que vendría después, ni ellos mismos se atrevían a imaginarlo.
La desnudez del vacío me sobrecoge. Un universo indeterminado, sin fronteras, donde la ausencia de todo no es más que la referencia de algo que todavía no existe. Como la presencia escondida de una ecuación dibujada en algún lugar revestida de incógnitas irresolubles. La inquietud, la expectación, la impaciencia. Tal vez la contradicción. Es algo parecido a lo que pasa con las páginas en blanco como esta, que se plantan ante la mirada como un reto y en las que todo es posible. Comunicaciones, despidos, facturas, necrológicas… Un resorte construido a base de estancias donde cada llave que las abre puede dar paso a una historia diferente. Todo insondable hasta que la puerta se abra al mundo. Un conjuro, una sibila que desde su oráculo maquina un futuro impreciso que puede estar, o no, lleno de advertencias. El sonido del viento entre las ramas dictando el augurio. Multiplicidad de vidas y de sueños.
Cartas de amor que no llegarán a su destino porque en el fondo están soñadas para uno mismo (¿alguien se atreverá a decir que nunca las escribió?), palabras que forman algo parecido a un poema que libera o que constriñe, contratos dispuestos para las firmas, actas notariales llenas de formalismos, pero tan decisivas a veces; otras donde pueden encontrarse las últimas reflexiones de un suicida que desgrana en trazos precipitados sus últimas voluntades o quién sabe si con ellas lo que pretende es escupirle a un mundo que no puede abarcar. Un grimorio que enumera espejismos.
Todo cabe en esa impoluta virginidad de lo deshabitado y conforme se aproxima a la realidad del mundo se acomoda en escenarios dispares que se van vistiendo de placebos; luego, tal vez, desgranando capítulos vividos para completar la propia historia. Las salas vacías desprovistas de todo son territorios (la comarca de las cosas) que pueden contener, invisibles, desde sueños absurdos que parecen situarse al alcance de la mano, hasta pesadillas sin forma que inquietan y que dejan la visita de la angustia como testigo. Se llenan luego con propuestas o con recuerdos y se travisten en seres vivos que se muestran para dejar que escapen y ocupen su lugar las sensaciones latentes almacenadas.
Los papeles se arrugan, se rompen en pedazos ilegibles donde no cabe el pudor o se archivan transitando a través de un tiempo que se configura como un acompañante inevitable; una sombra o un jirón de piel que no va a desprenderse. En una novela de Murakami. El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (un paso más en su complejo mundo), el protagonista pierde su sombra, se la arrebatan… a partir de ahí, todo se disloca y se transmuta en una realidad esquizofrénica.
Tal vez todo se trate de una nueva vuelta irreversible hasta el espacio en blanco. Volver a empezar o instalarse ya en la inmensidad del vacío como si fuera un cenotafio.
Dejaron flores en la base del puente en su memoria. Padre, madre, amigo, amiga… algún amante (el que ama) para quien el recuerdo le entorpece la vida. Un muro que impide avanzar y que aísla del mundo exterior. También la impotencia y su sabor amargo por no haber podido ser cómplice en la búsqueda de la salida del laberinto. Quizás demasiados silencios. Tal vez demasiadas distancias que ahora ahogan.
Se marchitarán pronto con las lluvias y los fríos del invierno hasta que las hojas blancas se oscurezcan y se confundan con la tierra igual que sucedió con el cuerpo del ser amado que eligió perderse en la caída. Tres segundos para marcar el punto geográfico donde el dolor se multiplica en una sucesión infinita y se hace más presente. Luego continuarán los quehaceres cotidianos marcados por la ausencia. El trabajo, el mercado, los paseos y hasta alguna sonrisa furtiva que se colará sin permiso alguna tarde. Con el paso de las estaciones llegará un nuevo aniversario y la tragedia se avivará como llama doliente. Más flores y más sufrimiento al alejarse.
Respeto profundamente la decisión de los suicidas. Lo poco que se tiene como propio es la misma vida y cada cual decide su medida en el tiempo. También sé que si en el segundo que precedió al salto al vacío hubiera sabido del dolor que dejaba anudado para siempre en el pretil, quizás hubiera elegido la quietud en lugar de iniciar sin remedio el camino de la muerte.
Hay novelas corales donde un sinfín de personajes van y vienen por las páginas construyendo realidades y otras donde el flashback es una herramienta que, manejada con manos expertas, se convierte en una especie de varita mágica que va marcando caminos. Luego, a mucha distancia está la novela de Juan TallónObra Maestra que va mucho más lejos en cualquiera de las dos cuestiones. Por eso etiquetar sin más con ambas realidades esta novela sería hacerle un flaco favor. Sería como afirmar sin entrar en mayores consideraciones que una hormiga es más pequeña que un dinosaurio: un despropósito. Introducir en un cajón (o unas páginas en blanco que viene a ser lo mismo) a toda esa retahíla de personajes tan heterogéneos y soltarlos en el tapete de tal forma que todo tenga sentido es tan arriesgado como construir un castillo de naipes en terreno inestable: lo más probable es que se desmorone sin tardar. Con las palabras, esa multiplicidad de voces puede llegar a convertirse en un guirigay incomprensible. Sucede con frecuencia. Pero esa es la magia que poseen los grandes hacedores de palabras: ser capaces de manejar con destreza elementos difíciles hasta convertirlos en buena literatura: un paseo por la cuerda floja sin red y con final feliz.
Es lo que sucede con la cabeza y las manos de Tallón que es capaz de hilar una red muy bien perfilada a base de voces dispares que se conforman como piezas calladas y desde su modestia (unas conocidas, otras no), dan sentido y perspectiva global a la narración. Por sus páginas deambulan con intervenciones relativamente cortas, fugaces a veces, personajes revestidos con ropajes bien distintos como son conductores, críticos de arte, periodistas, ingenieros, políticos, el propio autor… que van configurando el relato. Los tiempos, también separados entre sí por muchos años, lejos de sembrar confusión, son piezas del puzle manejadas con maestría y puestas en escena como si se tratara de la mejor script.
Luego está la forma desnuda y sin concesiones a metáforas o a paráfrasis que, con un lenguaje digno del mejor periodista, va tejiendo (o destejiendo) una historia que se antoja inverosímil desde los comienzos a no ser que seamos conscientes de la frecuencia con la que la realidad supera a la ficción. ¿Es posible que de la noche a la mañana desaparezca de uno de los más importantes museos una escultura de 38 toneladas sin que nadie se haya percatado de su ausencia? Pues sí. No se trata de un truco de magia de esos que dejan atónitos a los espectadores. En esta España (que tantas veces sigue siendo de ‘charanga y pandereta’) hasta las cosas más sorprendentes pueden convertirse en realidad. Puro surrealismo.
Menos mal que hay alguien sensato y cabal (y por supuesto tan currante) como Juan Tallón para contarlo de una forma que constituye una compleja obra de ingeniería verbal y que se traduce, al mismo tiempo, en unas horas de lectura absolutamente gratas.
Hasta la ilustración de Laura Ortega es fantástica.