Desasosiego

© Santiago Torralba

Apenas nadie debajo de la lluvia, pero el hombre espera. Aunque no hay trenes, ni paradas, ni ruido, se mantiene firme investido de una indolencia que tiñe todo el paisaje de gris. Su sombra se transforma en un dibujo roto en el asfalto y se prolonga un poco más allá hasta confundirse en la penumbra. Mortecina. Etérea hasta desaparecer, la mirada se pierde en algún punto indefinido de la distancia.

Hay una niebla espesa que cubre todo el entorno. El frío es tan intenso que entumece la piel y le impide despegarse de lo real. Si no fuera por eso, el hombre, que permanece quieto como una cariátide griega sujetando la nada, sentiría que todo lo que contempla es el esbozo de una fantasía. Geografía imposible, colores empastados que pierden su forma como si fueran creados por la mano de algún pintor francés. No quisiera estar allí, pero sus pasos le han llevado a esa comarca melancólica en donde la añoranza se extiende hasta abrazarlo todo (las aguas del río bajan con una mansedumbre insultante y la corriente es muda). Quiere gritar al menos para romper la parquedad de ese territorio absurdo que inquieta de puro misterio, pero su boca permanece tan quieta como el aire, las manos hechas un puño en los bolsillos y los pies adheridos al barro endurecido en hielo del camino. Allí permanece inmóvil con los ojos bien abiertos como si fuera el vigilante de un cenotafio que sólo espera la visita de la muerte. Consistiendo su propia intimidad.

En tardes como esta acude al galope el desaliento. Entonces va emergiendo a borbotones una malla entretejida de silencios y de hastíos (horas calladas en las que todo se confunde). Una eclosión que llega de pronto, sin avisar, como las lluvias de los trópicos, y es como un cristal que se estrella contra el suelo en medio del estrépito. Sus trozos se esparcen por todo alrededor y apenas si quedan caminos libres de obstáculos por los que andar sin que la sangre manche. Un aire extranjero que contagia y que perturba. Acuden imágenes distorsionadas (tal vez fantasmas travestidos de angustia) agitando un horizonte que no existe (aquí no hay mar) como si en él estuvieran cautivas las respuestas. Pero no puede haberlas porque ni siquiera se conocen las preguntas. Sólo el desasosiego como respiración. Invitado de piedra. Intruso que se cuela sin permiso.

A veces la llamada inoportuna que despierta a los fantasmas es una música, otras una página escrita o tan sólo dos palabras que tañen acordes aprendidos; también puede ser un paisaje como este que le absorbe o un silencio sin más. Otras llegan sin avisar, sin que nada ajeno provoque su envite. Entonces hay una especie de parálisis que conquista el entorno y el avanzar renqueante de su abrazo va desafinándolo todo. Empieza por la vista que se detiene en un punto indeterminado de ningún sitio hasta que todo se nubla confundiendo distancias y desbaratando espacios. Luego pasa por delante una retahíla de signos vetustos, olores viejos, lugares perdidos y un sinfín de cosas que no tienen nombre (tal vez sí que lo tienen y sucede que se hacen innombrables) que van socavando todos los límites. Catarsis. Inquietud. Zozobra. El estómago se encoge y el mundo se para detenido en un segundo que se hace interminable. Es cuando todo se emborrona y las líneas se desdibujan hasta formar geometrías desconocidas que hacen sucumbir. Luego embiste la maldición de los insomnios en los que todo se agita como si fuera un pelele arrastrado sin freno en un tiovivo enloquecido.

La lluvia persiste y el hombre intuye que no va a parar nunca. Por eso no se inmuta. El silencio permanece mezclado con el rumor de agua que cae mansamente. Todo es humedad y un cierto color parecido a la desolación.

oquedad

© Santiago Torralba

El hombre escribe con el aliento adormecido. Aferrado a ataduras invisibles a punto de romperse y con la boca seca. Pasan en pretérito desfile todos los inviernos y todas las canciones que alimentaban la vida. Las tardes abiertas al mar de los deseos, a las sorpresas. Los propósitos siempre dispuestos para ser escenarios de tantas historias que contar. Páginas en blanco a la espera, puertas transparentes para traspasarlas.

Luego todo se desdibuja confundido en una algazara que recorre ese camino hermético tan inescrutable que separa el silencio del estrépito. Las voces que se aletargan y los anhelos que se van deshaciendo en resignaciones torpes que tampoco consuelan. Los gritos que no recorren más que distancias efímeras y que nacen muertos. El cuerpo que se rompe y los trenes que se quedan detenidos en andenes marchitos que no esperan ya nada más allá de ver crecer el abandono como condena ineludible.

Siente que todo se ralentiza en una parsimonia exasperante y, al mismo tiempo, en una contradicción que no admite preguntas, la distancia al final se hace cada vez más corta. Se van rompiendo los horizontes que fueron tangibles al menos en deseo y se van achicando las calles para transitar. Todo más estrecho. Lo que en otros tiempos fueron palabras y metáforas habitando libros necesarios van ahora desfigurándose en realidades ciertas. Las conjugaciones de los verbos se van quedando sin espacios y casi todo se viste de pasados imperfectos. Los fantasmas que renuncian a su presencia incorpórea para hacerse compañeros cotidianos de las travesías hechas epílogos.

Las voces que ya no alientan. Dispersas y cada vez más inaudibles.

Dejó de usar relojes que encasillaban el tiempo. Renunció a las agendas y a los calendarios para no ver crecer la sucesión de los números en cada mañana con el té quemándole las manos. Arrugó papeles para asistir callado al rito de su mutación en cenizas dispersas por el aire. Espectador impasible. Extranjero de sí mismo.

De vez en cuando, el hombre desempolva fotografías y objetos que fueron importantes. Halla en ellos cierta querencia que le empuja a refugios que no salvan pero que, un poco, protegen del hastío. También a veces recupera nombres, aunque ya no sean más que signos superpuestos que perdieron su rostro. Abre cajones y, en realidad, sólo contempla cosas ajadas como despojos. Plumas con la tinta seca inservibles ya y, sobre todo, innecesarias porque apenas si quedan cosas por decir más allá de palabras gastadas como estas mismas que no sirven de nada.

© Santiago Torralba

Han ardido cuadernos y retratos, papeles y versos salpicados de recuerdos que fueron sueños de otros tiempos. Otras edades cargadas de inocencia donde todo era posible. Solo abarcar, abrazar y poseer. Y después, abarcar, abrazar y poseer. Sí, también retratos como presencias siempre vivas con la forma indefinida que tienen los fantasmas cuando visitan las tardes de todos los domingos de todos los inviernos.  Saturado el aire por leves pavesas que han ido deshaciéndose en adioses sin derecho al indulto. Es la catarsis del fuego. El empeño de escapar de la espiral de las cosas y de los nombres perdidos en pretéritos que ocuparon tantas noches en vela. Primero vigilia y llanto callado luego. Avivar las brasas era como firmar sentencias y presenciar impasible la condena. Asistir a una parodia de ruptura y desapego. Negar la redención.

Una cierta soledad con desgarros de extrañeza me ha acompañado luego en el camino de vuelta a casa. Sin mirar atrás para no acompañar a Perséfone y quedar atrapado en el infierno para siempre. O ser estatua cargada de salitre. Los brazos cansados y la ropa impregnada de humo como sombra. La cara ardiente. Pegada a mi espalda como una costra la presencia de las llamas rompiendo la niebla y en la memoria el sonido del crepitar de cristales y plásticos hechos masa amorfa terriblemente negra.

Arde este libro: Un desgarro

© Santiago Torralba

Un desgarro es algo propio, algo que pertenece a uno mismo, algo que está a punto de romperse, pero del que no logras nunca desprenderte, siempre presente. Algo parecido es la nueva ¿novela? de Fernando Marías Arde este libro (Ed. Alrevés, S.L. Barcelona, 2021) un escritor que, desde hace tiempo, tiene un sitio privilegiado en mi biblioteca.

Sí, efectivamente, la novela de Marías es un desgarro donde además se ponen de manifiesto (y esa es una de las riquezas que contienen las palabras cuando están escritas como estas) un montón de contradicciones. Tal vez todas las que configuran la esencia humana y que la hacen tan vulnerable.

Porque es un enorme relato de amor en el que el desamor golpea todos los sentidos colándose en cada página como un convidado de piedra.

Porque no hay nombres, pero en el que aparece Veronique (Verónica luego) dos veces, solo dos veces, o lo que viene a ser lo mismo, la personificación del desgarro.

Porque página a página está lleno de palabras hermosas pero recubiertas del sabor más descarnado que pueda imaginarse.

Porque rezuma vida y rebosa muerte.

Porque se leen cosas como: Feliz sin adjetivos. Fue brevísimo e irrepetible, como todas las felicidades que no precisan adjetivos.

Porque también se leen terribles sentencias que hacen que la lectura tenga que detenerse para poder respirar y asimilar la desolación: Cada tecla que pulso te lleva hacia el olvido. Y esa misma tecla, que al ser pulsada también consume una décima de segundo de mi vida, acerca a la vez mi propia muerte.

A veces, pocas, un libro regresa a la estantería para ocupar el sitio que le corresponde llevándose impregnado en la cubierta parte de uno mismo. Es ahí donde reside la grandeza de la lectura y este libro es un buen ejemplo de ello.

Aquiles

© Santiago Torralba

Muerto Patroclo, solo una vez más tu corazón latió

para amar, pero el eco llegó demasiado tarde a tus oídos y

esas manos tuyas, sucias de venganza, trastocaron el tiempo. Venció la ira

sobre todas las cosas: Héctor profanado sin compasión en la arena

ante la mirada rota de Hécuba y Pentesilea, bella entre las bellas, muerta

a tus pies. Arrebatada su vida por esa espada tuya que no conoce

la misericordia. El perdón tampoco. Solo un horizonte de rencor

para satisfacer tu anhelo. Tal vez entonces conociste con qué

ropajes se viste la culpa. Tal vez entonces supiste del color de la soledad

cuando no queda lugar para la expiación del pecado. La redención

que no es refugio protector sino dolor agudo invadiendo todos los rincones

de tu cuerpo como una carcoma que va a habitarlo eternamente. Pero es

el precio que pagaste por la inmortalidad en el Elíseo anunciada

por el oráculo: la vida en la quietud y en la sonrisa o la gloria

enjuagada en la sangre de los otros. Elegiste la muerte y la fama.

Ahora, pues, dispón la partida hacia el Tártaro. Desnudo. No te hará

falta el equipaje ni la armadura de oro esculpida por los dioses

en el lugar en que Hermes te espera. Esa será tu morada

 para la eternidad. Deja caer tus brazos. Afloja su fuerza

porque ya no son merecedores de memoria sino

hacedores de muerte. Preferirás entonces

ser bracero y siervo de cualquiera que reinar sobre los muertos extinguidos

Agamenón

© Santiago Torralba

De qué poco te sirvió la victoria: también tú pagaste con la muerte

la vuelta a casa. Allí te espera Clitemnestra y un baño de plata que quedará

manchada con tu sangre. Tal vez se hizo justicia y la sombra de tanto

cadáver marcó el camino de vuelta atravesando la laguna Estigia para arrastrarte

al inframundo. (Cerbero te espera con la baba endureciendo sus

colmillos. No sueñes con la huida). Muerta por tu mano despiadada

tu hija Ifigenia para conseguir vientos favorables que hicieran posible

el triunfo soñado. Caro precio el que pusiste a tu gloria. Muertas luego

por tus ansias de grandeza jóvenes vírgenes sacrificadas sin piedad

para poder cubrir tu frente con los laureles de la conquista. Muerte amontonada

en miles de cuerpos ya sin alma que tiñen de rojo las arenas de Troya

devorados al atardecer por los perros y las ratas sin lugar en la barca

de Aqueronte. Polvo sobre polvo. Llanto rodeando la amargura. Súplica

en manos abiertas a la nada. Nadie será capaz de devolverle nunca

el color a la tierra por más que se hagan eternas las mareas. Muerte de

mujeres preñadas mortalmente con las lanzas de tus guerreros clavadas

en sus vientres. El dolor y la angustia en sus bocas abiertas: aullido interrumpido, brazos

rotos abrazando sus entrañas. Muerte de niños arrancados de los pechos

 de sus madres arrojados al vacío desde las almenas para que no

haya descendencia. Sordo a su desconsuelo, ciego a sus ojos

aterrados. Muerte de las hembras que arrancas de sus casas incendiadas

tras la derrota porque la esclavitud también es muerte. Casandra como

botín de guerra para satisfacer el placer tras la batalla y

derramarte en ella. Criseida, antes, raptada ante los ojos de

su padre (ajena tu mirada ante las lágrimas) solo para la diversión

de tus noches, Briseida como moneda de cambio. La juventud como

 precio tasado por tu deseo. Siempre las mujeres como cráteras vivas

abiertas de piernas para tus delirios. La muerte para los hombres,

la esclavitud y el yugo del lecho para las mujeres sometidas

a todos los caprichos del guerrero. Desdicha y dolor que escriben

las huellas de tus pasos enloquecidos por alcanzar la gloria: la inmortalidad

que soñabas no te sirvió para compartir la ambrosía

con los dioses sino sólo como metáfora de la muerte.

El regreso

© Santiago Torralba

El hombre sabe de la imprudencia por conducir demasiado deprisa. En el salpicadero están alojadas todas sus contradicciones y en el asiento de al lado una sombra latente canta una salmodia circular rodeando el dolor que contiene el eco de un nombre. Zumba en su cabeza una amalgama confusa de sensaciones girando como una noria insistente que no sabe del descanso. Quiere descargar toda su rabia en el pie que oprime el acelerador aun sabiendo que es un esfuerzo inútil.

Los faros abren la carretera descubriendo en cada curva un horizonte más y más confuso a medida que la luz se traga el asfalto. En el espejo retrovisor miradas de soslayo hacia la negritud que lo absorbe todo como un monstruo insaciable. Unos ratos sube el volumen de la música y otros la baja hasta sentir el silencio herido por el ruido del motor. Nada le sacia. Nada le conforma y nada le alivia. Las rayas discontinuas del pavimento, como descargas eléctricas, marcan una distancia que se hace más insalvable a cada instante. Sabe que la velocidad no es un bálsamo de efectos reparadores, pero en ese espacio que ocupa la ceguera que le atrapa, ve cómo la aguja del cuentakilómetros va marcando números cada vez más grandes. Es como bailar en equilibrio por el filo de una cuchilla que separa dos precipicios iguales en su dimensión en lo profundo.

El rostro de la mujer que quedó atrás se hace imagen en todos los reflejos que conforman su horizonte nocturno. También resuena sin descanso esa forma suya de nombrar las palabras haciéndolas canción y la levedad de sus manos cubriendo el rostro cruel de la despedida. Quisiera detenerse y gritar su nombre a la opacidad de la noche, pero un impulso invisible le obliga a seguir como si fuera un autómata dirigido por mecanismos ocultos imposibles de detener. Una furia. Una rabia. Un dolor. También una derrota.

Hay un momento en el que el tiempo se detiene y el silencio es mucho más profundo. Son apenas unos segundos en los que su pequeño territorio se transforma. Es como un vuelo lleno de distorsión en el que la gravedad ha conquistado todo lo que pueden abarcar sus manos. Ahora los contornos de las cosas se han hecho transparentes y hasta la inmensidad de la noche ha dejado paso a la nada que ya ha descabalado la declinación de los nombres.

En una posición imposible, las ruedas del coche dan vueltas y vueltas sin encontrar el roce que consiga frenarlas. Al cabo del rato todo es calma. Después llegan las sirenas, pero el hombre ya no puede oírlas.

La decisión

© Santiago Tororalba

Cuando el hombre sabe que el tiempo se ha mudado en retroceso se dispone a hacer un listado de fracasos que le han acompañado en las últimas estaciones como una sombra inseparable. Historias incompletas que fueron reapareciendo desordenadamente y también quimeras que perturbaron el sueño. Nombres que sobrevivieron con resquicios repletos de magnetismo y que la memoria traspasa sin molestarse en pedir permiso. Por eso tantas noches de desolación y de desasosiego. Por eso tanto Wagner y tanto ron.

El empaste amarillo de la tarde ha dado paso a la negritud de la noche que tras el ventanal que preside el estudio se dibuja inabarcable. En los altavoces, como tantas veces, Isolda llora sin consuelo la muerte de Tristán y sobre la mesa grande que ocupa el centro de su espacio, entre un sinfín de objetos y artefactos inservibles, un cuaderno ajado con cubiertas de hule negro repleto de notas y de palabras que han ido alimentando sus días. Es la novela de su vida en forma de sobresaltos que se han ido alternando entre desvelo y desvelo. También entre pesadillas y zozobras que se descolgaban desde los más recónditos refugios del recuerdo.

Desenrosca con calma una de sus estilográficas cargada con tinta verde y se dispone a escribir en las últimas páginas que quedan en blanco. Busca palabras que puedan parecerse a todo ese cúmulo de sensaciones que rodea el aire. También sobre su mesa los últimos informes médicos que marcan con más o menos precisión su fecha de caducidad en el calendario. Por eso ese impulso urgente para nombrar ordenadamente la colección de desencantos que han ido poniendo capítulos al relato de su paso por la vida. Será entonces, tal vez, un listado que no reconozca como propio y que tenga el color de lo ajeno, de lo que puede nombrarse.

Pero las palabras huyen ocultándose por todos los recovecos de la habitación y algo parecido a un vacío sin forma lo ocupa todo. No puede reducir a signos un pasado repleto de escalones torcidos en los que todo han sido tropiezos y quebrantos. Se levanta con el cuaderno en la mano y se acerca al fuego bajo que caldea el espacio buscando refugio en la magia de las llamas, pero también allí habita la ausencia.

Cuando siente que ha pasado ese tiempo indefinido va arrancando una a una las hojas del cuaderno haciendo con ellas minúsculos trozos de papel que se convierten en pavesas al contacto con el fuego.  Luego vuelve a la mesa y enciende el ordenador. En el buscador de Google trata de hallar la forma más rápida y segura de conseguir la dosis necesaria de pentobarbital.

La violonchelista

© Santiago Torralba

El sonido metálico de los cierres al abrirse es como una llamada de campana que anuncia la liturgia que va a producirse en unos momentos.  Un telón dispuesto a subir para que comience la magia. El estuche verde irisado de gotas blancas parecidas a lágrimas dispersas se abre y deja ver en su interior la sorpresa. Una ventana a un mundo que despierta.

Lo que contempla es como si fuera un sarcófago hecho a medida de un dios antiguo: un violonchelo de madera oscura en el que se dibujan tonos cobrizos protegido por un terciopelo rojo que lo arropa. Es su descanso. El lugar donde habita el silencio hasta que llegue el momento en el que broten las notas que esperan calladas en el íntimo territorio que le acoge. Un vientre materno del que nacerá el sonido primigenio. Allí descansa la música hecha sueño hasta que la luz llega y en un despertar glorioso, se pone en marcha el abrir de los sentidos para recibirla.

Siente el abrazo de las manos que acarician; las crines del Pernambuco que exploran y que miman las cuerdas buscando la complicidad de la entrega. Un nuevo silencio. Una nueva espera para que la corriente fluya. Y entonces llega el sortilegio.

La mujer que abraza el violonchelo es extremadamente hermosa y antes de comenzar guarda un mutismo que, en su profundidad, se alarga hasta bordear lo eterno. Su mirada encierra el misterio de lo insondable. No hay partitura porque la música está dibujada desde siempre en ese territorio inabarcable de los dedos. Todo está dispuesto para el reto que siempre envuelve a Bach. Quinta suite. Do, sol, la, si, do, re, mi, fa… Bach una vez más. Siempre. Como un dios compañero que abarca todos los sonidos posibles… y las cerdas del arco en las cuerdas que van a la búsqueda de la magia del encuentro como palabras que susurran sílabas de amor.